jueves, 6 de octubre de 2016

Abuela en acogida

Mi mujer y yo no tenemos hijos, ensucian, son caros… Por esa razón siempre estamos pendientes de nuestra familia, hermanos, padres, abuelos… y de todo lo que puedan necesitar de nosotros. Somos así.
Pero también estamos siempre pendientes de lo que nosotros podamos necesitar de ellos. También somos así.

Ocurrió hace dos veranos que la abuela de mi mujer, que vive con mis suegros, tenía que buscarse un domicilio temporal porque éstos se iban de veraneo y no se la podían llevar. La mujer es un encanto, bondadosa, atenta, amable con todos, una maravilla. Lo único es que los 87 años se notan y necesitaba alguna ayuda que otra. Pero quitando ese tema, que no tiene ninguna importancia, es una persona con la que da gusto estar.
Mis suegros nos preguntaron si podíamos tener a la abuela durante el mes de julio. Todo el mes de julio!!!
¿Qué contestar? ¡Todo un dilema! Por un lado está claro que es familia, hay que ayudarla, sólo es un mes, que de no ser así tendría que irse a una residencia y la abuela no quería. Por otro lado, pufff, la abuela todo el mes en casa, qué cortada de rollo y encima con el calor que hace.
No sabíamos qué hacer, todos los argumentos, en pro y en contra, eran de peso y no nos decidíamos.
En esas estábamos cuando la abuela, al ver nuestro estado, se desmarcó diciendo, “os daré algo de dinero”.
-          “¡Abuela, por favor!, ¡ni se te ocurra!”.
Le contestamos.
A lo que ella nos respondió:
-          “Que sí, que sí, que sería mucha molestia y mucho gasto para vosotros”.
En eso tenía razón, también habíamos pensado el gasto que tendríamos con una persona más en casa: agua, luz, comida, etc.
De pronto, el panorama, tan complicado antes, se clarificaba y la solución emergía con fuerza por si sola.
     “Abuela, te vienes a casa, faltaría más, para eso está la familia”.
Y así sucedió. La abuela se pasó todo el mes de julio en nuestra casa. No sólo nos pagó 700 € por todo el mes, sino que además nos llenó la nevera como nunca antes había estado llena, ¡de comida comprada! Daba gusto verla, había de todo, y no sólo una vez, nos pagó la compra durante todo el mes. Todas las tardes salíamos a tomar un heladito, pagado por ella, claro y ah, de vez en cuando también nos daba algo de dinerillo extra para que nos fuéramos a cenar solos, mi mujer y yo, “así os dais respiro”, decía ella.

Por la familia, lo que sea.



miércoles, 5 de octubre de 2016

La anemia de mi mujer

Al hilo del post anterior sobre nuestra peculiar dieta “mediterránea”, os voy a contar lo que le sucedió a mi mujer.

A nadie le cabe ninguna duda que la ensalada, plato típicamente nuestro, es fundamental para nuestra dieta. Pero claro, no tiene que convertirse nunca en el único plato de la dieta.
Pues bien, mi mujer y yo, movidos por el sano deseo de ahorrar siempre y en todo momento, nos pasamos una larga temporada comiendo y cenando ensaladas, de esas que nos daban en el súper a punto de caducar. “Mediterránea”, “Americana”, “César”… daba igual cuál fuera, no hacíamos asco a ninguna. Cada plato, cada bocado, trozo de lechuga, canónigo, rúcula, espinaca, pasta, tomate, maíz, o lo que tuviera dentro la bolsita del día, era consumido con alegría, por su fantástico sabor y por el gusto de saber que nos salía gratis la comida. ¡Gratis!
Así vivíamos y así disfrutábamos, haciendo cada día, casi con cada comida, un cálculo del ahorro que nos producía la sana lechuguita.
    “Dos bolsas de ensalada, cariño, dos, a 3 € la bolsa son 6 € que nos ahorramos en cada comida”.
A lo que ella respondía:
     “12 € al día… 84 € a la semana… 360 € al mes… 4.380 € al año”.
Conversaciones como éstas, que se repetían con frecuencia, nos sumían en un estado de felicidad compartida, en una suerte de emociones y pensamientos en los que la ensalada se unía al dinero, y ambos marcaban el camino de nuestra felicidad y de nuestro amor.
Tal era nuestra determinación en el consumo de ensaladas, tan en serio nos tomamos la tarea de ahorrar y de alcanzar esa soñada cifra anual, que no caímos en la cuenta que por muy sana que sea la dieta verde, nunca tiene que ser lo único que comas. Ninguno de los dos cayó en ello, tal era nuestra obcecación ensaladera.
El resultado era inevitable y también previsible: tras unos días de profundo cansancio, mi mujer se hizo un análisis de sangre y le salió una anemia profunda.
La diferencia entre nosotros, tacaños profesionales, y el resto del mundo, ahorradores de medio pelo, es la siguiente: los “aprendices” de este arte de la economía diaria, os habríais arrepentido de tal “abuso” de ensaladas y habríais cambiado vuestra dieta de manera radical, desterrando la santa ensalada para siempre y profiriendo frases típicas como “la salud es lo primero”, “con la salud no se juega”, y cosas por el estilo. Nosotros, en cambio, supimos ver la oportunidad de la situación y sacar partido de ella.
Para hacerlo, nada mejor que una madre, nuestra eterna referencia.
Fue muy fácil, llamo a mi madre, jubilada protectora, y le digo que mi mujer tiene un problema de salud, una anemia gravísima, y le pido si no le vendría mal que nos pasáramos con ella por el supermercado de El Corte Inglés para que nos comprara unas bandejas de carne, proteínas necesarias para mi maltrecha compañera.
Accedió, como no podía ser de otra manera, gustosa de ayudar a su querida nuera. Problema y solución, todo unido dentro del refinado arte de la tacañería.

Para terminar, una anécdota. Nos encontramos en dichos grandes almacenes con una compañera de trabajo, le contamos lo ocurrido y no se lo podría creer.

 ¡Qué miras tan limitadas tiene la gente!